Seguramente una de las frases que más me salían de la boca de pequeña era: «¡No es justo!» Siempre me parecía que alguien —o todo el mundo— estaba en mejor situación que yo.
En los primeros años de mi adolescencia adquirí la mala costumbre de medirlo y analizarlo todo y me obsesioné comparando mi figura, mi personalidad y mi capacidad con las de otras chicas de mi edad.
¿Quién hubiera pensado que escribiría un artículo sobre el tema de la felicidad y la satisfacción después de todo lo que hemos vivido este año a causa del COVID-19? Después de haber percibido en el aire tanta inseguridad e incertidumbre, ¿cómo podría ser este un momento para pensar en la felicidad?
El otro día leí en Internet un artículo del rabino Evan Moffic, que para mí tiene mucho sentido. El último párrafo decía así:
1. Haz una lista de todas las cosas buenas que gozas hoy en tu vida.
Mi padre padeció profundos trastornos mentales que nos causaron a él, a mi madre y a sus siete hijos mucho dolor. Tuve una infancia muy infeliz.
Cuando tenía 2 años sufrí graves quemaduras al caerme encima una olla con agua hirviendo. Al día de hoy conservo cicatrices en varias partes de mi cuerpo.
Cuando la vida se torna agobiante, cuando te parece que todo tu mundo se cae a pedazos, cuando consideras que nada de lo que llevas a cabo contribuye a mejorar la situación, piensa en Mí. Piensa en lo mucho que te amo. Piensa en Mi poder. Piensa en todo lo que te he concedido. Si me agradeces todo lo bueno que hay en tu vida, se disiparán los sentimientos pesimistas.
Hace poco llegué a una conclusión total y absolutamente prosaica: que no doy la talla, que no soy tan bueno como quisiera.
Mi sabor preferido es el ácido: caramelos ácidos, pepinillos, cualquier cosa que sea con limón, las cerezas agrias, todo eso me encanta. Hay quienes prefieren lo dulce, lo salado o el recién llegado al barrio, el umami de los japoneses. En fin, cada uno tiene sus gustos y sabores preferidos, pero el que creo que no es favorito de nadie es el amargo. No me sorprende. De hecho, la palabra que más he visto empleada en las definiciones de amargo es desagradable.
«Perdónanos el mal que hemos hecho, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han hecho mal».1 La primera vez que leí ese versículo de la Biblia me punzó la conciencia y sentí vergüenza. ¿Por qué? Porque sabía que había personas a las que no había perdonado. Y, sin embargo, quería que Dios me perdonara por actitudes mías que habían ofendido a otros.
Hace poco estaba evocando cosas del pasado. Me puse a pensar en decisiones que había tomado y comencé a culpar a los demás por el desenlace de ciertas situaciones. Culpé a mis padres por decisiones que tomaron ellos y que afectaron mi infancia. Culpé a mi colegio por mis inseguridades y por esa sensación que tenía de que nunca alcanzaría el grado de perfección necesario como para triunfar en distintos aspectos. Culpé a mi iglesia por actitudes que tenía hacia Dios y que afectaron mi relación con Él.