El otro día leí en Internet un artículo del rabino Evan Moffic, que para mí tiene mucho sentido. El último párrafo decía así:
Otra larga jornada laboral tocaba a su fin. En mi primer semestre como profesora de inglés cada día se me presentaban múltiples pruebas y obstáculos que no lograba superar. No sé por qué, pero los conceptos que intentaba hacer entender a mis alumnos les resultaban esquivos. Por eso gruñía después, cuando tenía que revisar sus exámenes. El director del colegio me había comentado que mis alumnos no estaban haciendo suficientes progresos en su inglés. Los padres se quejaban de mi metodología de manejo del aula. Es decir, era un fracaso en todos los aspectos de mi trabajo.
De niño vi muchos peces de colores, de los que llaman carpas doradas, en los acuarios de mis amigos. No me explicaba por qué tantas personas querían tener de mascotas a esos animalitos tan pequeños y poco interesantes.
Cuando la vida se torna agobiante, cuando te parece que todo tu mundo se cae a pedazos, cuando consideras que nada de lo que llevas a cabo contribuye a mejorar la situación, piensa en Mí. Piensa en lo mucho que te amo. Piensa en Mi poder. Piensa en todo lo que te he concedido. Si me agradeces todo lo bueno que hay en tu vida, se disiparán los sentimientos pesimistas.
Hace poco llegué a una conclusión total y absolutamente prosaica: que no doy la talla, que no soy tan bueno como quisiera.
Observa detenidamente las dos guitarras que se muestran a continuación. Si fueras guitarrista, ¿cuál elegirías? Probablemente la que está en la parte superior con los trastes rectos (las barritas metálicas delgadas incrustadas a lo largo del cuello sobre las que se presionan las cuerdas), ¿verdad? Pues quizá te sorprenda saber que según algunos guitarristas de destacada trayectoria, la que está en la parte inferior produce el mejor sonido. Curioso, ¿verdad?
Hace poco estaba evocando cosas del pasado. Me puse a pensar en decisiones que había tomado y comencé a culpar a los demás por el desenlace de ciertas situaciones. Culpé a mis padres por decisiones que tomaron ellos y que afectaron mi infancia. Culpé a mi colegio por mis inseguridades y por esa sensación que tenía de que nunca alcanzaría el grado de perfección necesario como para triunfar en distintos aspectos. Culpé a mi iglesia por actitudes que tenía hacia Dios y que afectaron mi relación con Él.
¿Alguna vez has tenido una molestia o dolor que te sorprendió por lo debilitante que era? Quizá fue un dolor en un dedo de un pie o una molestia en el oído, que por pequeña que pareciera no te dio tregua todo el día. De pronto se aparece alguien por ahí que te dice: «Con frecuencia tengo infecciones en el oído y aunque me incomodan no dejo que me saquen de quicio. Lo que debes hacer es pensar positivamente y seguir adelante». La verdad es que aunque debemos esforzarnos por dar «gracias a Dios en toda situación»,1 en esos casos puede ser difícil no sucumbir ante las circunstancias.
Un día mi mujer y yo llevamos a Kristen —nuestra hija de 13 meses— a la playa. El tiempo estaba lindísimo. Era un día perfecto. Mientras caminábamos por la arena tomándola cada uno de una manito, ella sonreía y balbuceaba en su propio lenguaje encriptado.
En El caballo y el muchacho, una de las siete novelas de la saga Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, un niño llamado Shasta sueña con viajar al desconocido Norte, en el que se encuentra la mágica tierra de Narnia. Una noche Shasta se entera de que el pescador que se ha hecho pasar por su padre se propone venderlo a un noble de un reino vecino. (Más adelante nos enteramos de que Shasta sufrió un naufragio cuando era pequeño y fue recogido por el pescador.)