No me di cuenta de lo ocupada que estaba hasta que me detuve. No había cobrado conciencia de lo importante que era para mí andar de acá para allá y relacionarme con la gente hasta que me vi impedida de hacerlo. Nunca reparé en que me estaba estresando con tanta actividad hasta que ya no hubo más actividades y me tuve que quedar en casa inmovilizada por las restricciones del covid-19.
Entonces decidí profundizar y aprender qué era contagioso y qué no lo era. Me lavaba vigorosamente las manos prestando atención a lo que había tocado y de cuál mano me había valido para manipular algo que pudiera tener bacterias. Desinfectaba escrupulosamente las manillas de las puertas y los interruptores de luz, trapeaba el suelo, cosía barbijos (mascarillas/tapabocas) y preparé un estricto procedimiento para cuando tenía que salir de casa. Todo aquello lo hice para protegerme a mí misma y mi familia en casa.
Por otra parte, pasé más tiempo mirando las noticias por la tele. Investigué en internet para enterarme de lo que estaba pasando y qué nos podría deparar el futuro. Además de todos esfuerzos y empeño, probablemente pasé demasiado tiempo buscando con qué entretenerme y mantener mi mente ocupada, pues me costaba mucho quedarme quieta. Me llevó un tiempo acostumbrarme a nuevos métodos y tareas, a llevar una vida más tranquila y sencilla y a ser más selectiva en cuanto a lo que veía y escuchaba y a recortar el tiempo que pasaba pensando en la pandemia.
Así que pasé más tiempo en el jardín. Cultivé retoños y los vi brotar. El mundo se había tornado más silencioso, con menos tráfico y aviones. Podía escuchar el canto de las aves y las campanas de las iglesias. Me di cuenta de la importancia de un santuario, un lugar al que acudir a solas, alejada de las noticias, donde pudiera protegerme del contagio del miedo y la ansiedad que se ciernen sobre el mundo.
Al reducirse mi mundo, mi vida interior se amplificó. Al hacer a un lado otras cosas que ocupaban mi mente, comulgué con Dios en mi corazón y encontré un remanso de paz en medio de la tormenta. Tuve la impresión de que estaba pasando por el ojo de la aguja al que se refirió Jesús1 y que entraba al reino del Cielo habiéndome despojado de algunas de las cargas y preocupaciones que antes me impedían levantarme y avanzar. Veía la vida con un poco más de claridad.
Así, mientras rezo con fervor por los que sufren, los que mueren y los que deben lidiar con la pérdida de seres queridos, medios de sustento y seguridad, amén de continuar orando por mi propia protección, con el favor de Dios he encontrado un lugar donde refugiarme y amparar mi alma de los ataques virales de miedo y ansiedad. En los momentos más difíciles y sombríos, la luz divina brilla con mayor intensidad para guiarnos y ayudarnos a pasar el trance.
1. V. Mateo 19:24